El miércoles pasado, en la ida de los octavos de final de la Copa del Rey contra Osasuna, Tito Vilanova,
cada vez más recuperado de la dolencia que le llevó al quirófano, volvió al Camp Nou. Esa noche, Cesc Fàbregas le hizo un regalo de esos que al segundo entrenador del Barcelona, operado el 22 de noviembre de la glándula parótida, tanto le gustan: jugó un partidazo, marcó dos goles y dio una asistencia a Messi. Cesc sabe que a Tito le debe mucho: de no ser por su empeño, de no reivindicar su valía como lo hizo ante Pep Guardiola, es probable que nunca hubiera regresado a casa y siguiera jugando contra el Tottenham el día de Navidad en vez de hacer cagar al Tió, como marca la tradición catalana, con sus primos Marc y Berta a la espera de pisar por vez primera el campo de Cornellà-El Prat para volver a enfrentarse al Espanyol.
De hecho, fue Vilanova quien convenció a Guardiola de la trascendencia que supondría en la mejora del equipo recuperar al volante, seguro como estaba de que ya no era el Cesc al que conoció de niño, el que compartía sueños y vestuario con Piqué y Messi en las divisiones inferiores del club, sino Fàbregas, el capitán del Arsenal, una dimensión insospechada del futbolista. "Lo conocíamos mucho; Tito, el que más", dijo ayer Guardiola, que en la primera reunión que mantuvo con Joan Laporta, entonces presidente, tras ser nombrado técnico del primer equipo, ya puso el nombre de Cesc sobre la mesa.
"Vilanova le tuvo a sus órdenes cuando tenía 13 o 14 años y siempre nos habló muy bien de él, especialmente porque a esa edad ya se sabe si eres competitivo". Tito explicó a Guardiola que "Cesc era ambicioso, resistente, con muy buena visión del juego en corto y en largo", según cuenta el entrenador azulgrana, que, al tiempo, advierte de que el primer equipo del Barça es otra cosa: la exigencia es enorme y nunca se sabe. "No está claro que funciones, pero, cuando tienes el deseo y la predisposición, como tiene Cesc, es más fácil. Estamos en la fase de acabar de conocernos, de que vaya entendiéndolo todo, especialmente con la defensa de cuatro, con la que debe jugar un poco más adelantado", comenta Guardiola, que ayer le retó: "Los deportistas tenemos que ponernos a prueba continuamente. No vale lo que hemos hecho porque, en ese caso, seríamos funcionarios o jubilados. Cada año es más difícil. La prueba es cada vez más dura".
Guardiola no lo dice en público, pero está encantado de lo que Cesc ha dado al equipo. Puede que le siga costando ser disciplinado posicionalmente, pero estira al equipo como ningún otro volante y, aunque reste control al juego, le da verticalidad y una llegada tremenda. Lleva 13 goles, siendo a estas alturas de curso el segundo máximo artillero del equipo, por detrás de Messi. Tiene la portería entre ceja y ceja y mucha puntería. Doce de los 18 remates que ha realizado en la Liga han ido entre los tres palos: ocho fueron gol y uno lo repelió el larguero.
Listo para catar hoy (21.30, Canal +) un derbi por vez primera, la última ocasión en que jugó contra el Espanyol, si mal no recuerda, le metió dos goles. Hoy, convertido en príncipe en el reino de Messi, puede que descubra el sabor de Cornellà-El Prat en un partido que, para él, como canterano, siempre tuvo un sabor especial.
Cesc, en el conjunto ideal del año para L'Équipe, ha recuperado el placer de comer fresas cogidas en su pueblo, con nata y yogur griego caramelizado, el postre que más le gusta, y ya no tiene que calentar sopa congelada para disfrutar del caldo que le preparaba su abuela cuando iba de visita a Londres; ahora le basta con coger el teléfono y avisar: "Yaya, mañana como en su casa". Y, aunque no se haya quitado de encima esa "empanada" que le acompaña y le caracteriza, suele explicar que "la realidad ha superado todos los sueños" cuando le preguntan cómo le va en su regreso a casa. Todo advierte de que le sobran razones para estar contento.
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